Stift Neuburg, Heidelberg
El viernes pasado tuvimos la primera fiesta flamenca, dos horas con un cataor que se acompañaba así mismo con la guitarra y nosotras, algunas alumnas de la escuela, las que pudimos estar en el evento, acompañadas de nuestra profesora, bailando a ritmo de tango y bulería. Después de la inseguridad de los primeros bailes nos fuimos poco a poco soltando los moños para terminar improvisando sin tantos reparos lo que a cada una de nosotras le nacía del cuerpo, al compás o no, eso es lo hermoso, atreverse a bailar, a improvisar aún a sabiendas de que de entrada o salida no siempre llevas el ritmo que desearías pero no por eso vas a dejar de bailar. Yo, desde luego, en estos menesteres me aplico la paciencia que dicen que es la madre de la ciencia y para mí que, no sólo; el cuerpo si se le trata con amor también aprende.
¿Y por qué cuento todo esto? Pues porque después de esas dos horas de música y taconeo salí de allí alegre y suave como un guante, no iba flotando por los aires pero me faltó poco. Ligereza que no impidió que se me escapase el tranvía, justo delante de mis narices. A esas horas no pasa con tanta frecuencia y como tenía que esperar veinte minutos al próximo decidí acercarme a una estación de tren que está a cinco minutos pensando que allí encontraría alternativa y si no, pues al menos, mientras hacía tiempo, me habría dado un paseo.
Me ocurre, a veces, en las estaciones de tren, en los aeropuertos, aún conociendo el terreno, sin saber cómo, voy a parar en una especie de laberinto del que luego salgo, hasta ahora, felizmente. La primera vez que me pasó algo así fue hace ya bastante años, viniendo de un vuelo desde Barcelona, después de haber pasado toda la noche allí en el aeropuerto sin pegar ojo. Fue en el aeropuerto de Frankfurt, que es casi tan grande como una pequeña ciudad. Posiblemente fuera debido a la emoción y al cansancio porque, lo dicho, conozco ese aeropuerto; desde allí he volado muchas veces, de otra manera no me explico cómo pude perder la orientación aquel día. Fuera como fuese, el caso es que tal fue mi desconcierto que cuando por fin salí de aquel laberinto de terminales, salas y pasillos interminables … me equivoqué de tren y tomé uno que, aunque me llevaba a mi destino, no era para el que había sacado el billete, y de no haber sido por la amabilidad de la revisora me hubiese costado una multa, además de tener que comprar de nuevo el viaje. La buena mujer al verme cargada con mi maleta y el transportín con Felix, tan pequeñito como estaba entonces, hizo la vista gorda. En fin, que en aquella ocasión lo pasé fatal pero llegué, aunque exhausta, felizmente a mis destino, con mi maleta y mi gatito, él era la primera vez que volaba y por eso yo también estaba muy nerviosa. Desde entonces han sido muchas mis idas y venidas, mis laberintos y mis viajes, mis aprendizajes.
¿Y por qué cuento todo esto? Pues porque el viernes, de camino a la estación, después de haber perdido el tranvía, volví a entrar en uno de esos laberintos y en lugar de llegar a la estación de tren como me proponía, en la oscuridad de la noche me equivoqué de bocacalle y salí por otro sitio que me llevó para mi sorpresa directamente a otra calle que llevaba de vuelta a la parada del tranvía.
Acepté que mis pies me recondujeran otra vez al mismo sitio, mi cabeza, al parecer, estaba en otra parte, en la luna, la luna llena, y al llegar a la pequeña plaza donde se encontraba la parada, escuché los alaridos de alguien, salían justamente de un callejón estrecho y oscuro que se encontraba justo enfrente, a pocos metros de la parada. Ya luego, desde allí, logré ver como dos mujeres y un hombre se encontraban en el diminuto callejón. Era una mujer la que se desgañitaba la garganta. No entendí qué es lo que gritaba porque era en turco lo que decía, pero no era necesario entender para darse cuenta de que la situación era por los alaridos violenta. La otra mujer intentaba sacar a la que gritaba de allí, el hombre, alto y corpulento, no se sabia si atacaba o se defendía. Fue nada, me parecieron segundos, por fin salió de una casa que se encontraba en el callejón, la que deduje sería la madre del hombre, ella también alta y corpulenta, y entre gritos y empujones hizo que la mujer que gritaba se dirigiera con la otra a la plaza donde, supe seguidamente, tenían aparcados los coches. El hombre, entonces, resguardado por la figura materna, gritó a su vez desde la distancia a las dos mujeres. El vocerío se confundía. Por un momento pensé en la necesidad de llamar a la policía pero la mujer, que no había parado en ningún momento de gritar, quiso volver al callejón y lo hubiera hecho de no ser por la otra mujer, la que la acompañaba, que la retuvo durante un instante.
En ese mismo momento crucé las vías y fui a donde estaban, quise ayudarlas; habían aparcado los coches en mitad de la placetuella y me acerqué a la mujer que seguía voceando al tipo. Le pregunté que qué es lo que había ocurrido, intentaba calmarla, pero ella, a gritos, me respondió en alemán que llevaba soportando cinco años de maltrato, ella y su hijo, no paraba de gritar, en fin, que le pegaba, que la despertaba por las noches para golpearla, que no podía más, y seguía desgañitándose, tan fuerte que los gritos retumbaban en la Luna, esa Luna que desde allí se veía redonda y grande, herida en el cielo, pero nadie salió de su casa
La mujer estaba sufriendo un ataque de nervios, estaba fuera de sí, quería volver a donde se encontraba el padre de su hijo con su madre, a aquel callejón si salida, y berreaba que lo iba a matar, le dije entonces, que lo denunciase pero que no se hiciese ella así misma más daño, que no tenía sentido, mientras tanto, el hombre, allí esperando detrás de su madre y la otra mujer, descompuesta, sin saber qué hacer. Yo he estado así también un año, decía.
Quizás porque dos horas de baile no te pasan por el cuerpo como si nada, el caso es que a pesar de tremendo estrés y yo estaba tranquila y me abracé a la mujer pues en ese momento sentí compasión, sentí su dolor y quise consolarla. Ella, entonces, se ablandó en mis brazos y abrazada a mi también rompió a llorar, fue como si ese dolor inmenso y violento se despedazara dentro de ella, unas lágrimas enormes le corrían por la cara desencajada. La sostuve en mis brazos, por unos momentos, luego logré que subiera al coche pero una vez dentro otra vez le sobrevino la locura, otra vez quería salir e ir a matarlo, estaba fuera de sí, era puro llanto y alaridos. Le dije a la amiga, supe que era su hermana, que en ese estado ella no podía conducir, le pedí que por favor se la llevase de allí, que la llevase a un sitio donde se calmara, o que mejor la llevas al hospital, o a su casa, lejos de aquel hombre, que la observaba desde lejos, crecido. Me hizo caso y se la llevó. Eran dos mujeres jóvenes. El tipo y la madre volvieron a su casa y yo a la parada, en ese mismo momento llegó mi tranvía.
Ich wünsche dir, mir doch, una vida sin violencia
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